Las aguas subterráneas han sido caracterizadas con distintos adjetivos—invisibles, escondidas, ocultas, silenciosas—que sugieren que a menudo pasan desapercibidas y que es difícil saber qué ocurre con ellas. Lo cierto es que las aguas subterráneas representan el 98% del agua dulce que no está atrapada en los hielos de los polos y de los glaciare. Si las pusiéramos sobre la superficie de la tierra tendrían un espesor de unos 15 m, de los que 100 mm se renuevan cada año. Los acuíferos—unas masas rocosas con capacidad de almacenar el agua en sus poros y fisuras y de transmitirlas a través de ellos—se pueden asimilar a unos ‘embalses subterráneos’ a donde llega el agua de lluvia infiltrándose desde la superficie y de donde sale porque es bombeada o porque se filtra y alimenta a ríos, manantiales y humedales. La mayoría del tiempo el caudal de los ríos proviene principalmente de los acuíferos y muchas de las funciones de los ecosistemas acuáticos dependen de la interacción entre río y acuífero. Por ello, cuando se bombea tanta agua subterránea que el acuífero deja de alimentar al río, se altera de forma sustancial su dinámica y su funcionamiento como ecosistema.

Las aguas subterráneas han sido y siguen siendo el motor de un significativo desarrollo socio-económico en muchas regiones en todo el mundo. Aunque en España, por razones históricas, el agua subterránea se utiliza para satisfacer solo cerca un quinto de la demanda urbana, en muchos otros países es el recurso principal para asegurar el suministro doméstico. Los beneficios más significativos, sin embargo, han ocurrido en el regadío desde finales de los años ‘70, con la llamada revolución silenciosa de las aguas subterráneas, es decir la construcción y explotación de pozos por millones de pequeños agricultores. Esa revolución fue favorecida por la invención de las bombas sumergidas, los avances científicos en hidrogeología y por las ventajas de las aguas subterráneas con respecto a las aguas superficiales. Algunas son: el acceso a demanda del usuario y cercano al destino final de utilización, el bajo coste de la inversión inicial para explotar el recurso, el acceso al recurso sin necesidad de involucrar a la Administración en su regulación y, a menudo, la buena calidad del agua. Todas estas ventajas, sin embargo, representan también la “perdición” de las aguas subterráneas, ya que si la acción de un individuo—la perforación de un pozo y su utilización—de forma aislada es inocua, la misma acción por parte de miles de individuos se convierte en lo que ha sido llamada una tragedia de los comunes y en la consecuente degradación del recurso.

Las aguas subterráneas en general son menos vulnerables a la contaminación que las aguas superficiales. Algunos contaminantes quedan retenidos en la zona no saturada, mientras que otros se degradan antes de alcanzar la zona saturada del acuífero. Además, su gran volumen las hace poco sensibles a contaminaciones puntuales y su gran tiempo de residencia (unos 150 años de media) permite que se puedan eliminar contaminantes “recalcitrantes” (los que no se eliminan en plantas depuradoras). Sin embargo, esta ventaja tiene dos importantes inconvenientes. Por un lado, una vez contaminadas—por acumulación en el terreno o por contaminación directa—resulta muy caro y técnicamente complicado limpiarlas. Por el otro, la contaminación actual tendrá un efecto retardado sobre la calidad de las aguas subterráneas, trasladando el problema a las generaciones futuras. Otros problemas de calidad están relacionados con contaminantes naturales (arsénico, salinidad) y con la intrusión salina debido a bombeos intensivos en acuíferos costeros.

Al tener tiempos de recarga y renovación muy largos, los acuíferos notan menos los efectos de la sequía y se pueden usar de forma estratégica, explotándolos de forma más intensa durante épocas secas y dejándolos descansar y recargar durante las épocas de abundancia de lluvia. A menudo, las aguas subterráneas se utilizan de forma conjunta con aguas superficiales, depuradas o desaladas, siempre buscando en cada momento la combinación más conveniente en términos de calidad y precio.  

La Ley de Aguas de 1985 estableció que, con pocas excepciones, todas las aguas—superficiales y subterráneas—son parte del Dominio Público Hidráulico. Sin embargo, para respetar los derechos de agua preexistentes, se ofreció la posibilidad de mantener la titularidad privada de las aguas subterráneas a los usuarios que podían demostrar su utilización antes de la entrada en vigor de la nueva Ley. Esta dualidad de titularidad que ha continuado hasta nuestros días, combinada con la dificultad de la Administración para implementar de forma eficaz la Ley, contribuye a que resulte muy difícil tener un registro completo y fiable de los pozos y de los usos de agua subterránea existentes actualmente. En este contexto, la aplicación de la Ley es a menudo deficiente, porque el uso no autorizado en algunas zonas aporta muchos beneficios socioeconómicos y porque los Organismos de cuenca carecen de la agilidad y los recursos necesarios para una gestión y control eficaces del recurso. El resultado final es que, en la práctica, las aguas subterráneas son privadas en la mayoría de los casos.

En este contexto los usuarios de las aguas subterráneas pueden jugar un papel clave. A diferencia de la Administración, los usuarios tienen información directa sobre el uso del agua, controlan y miden el volumen de agua realmente bombeado, y tienen un claro interés en evitar una bajada excesiva de los niveles en el acuífero, ya que esto implica aumentar el coste del bombeo y/o empeorar la calidad del recurso. Desde 1976 se han establecido cerca de una veintena de asociaciones de usuarios de aguas subterráneas en distintos acuíferos de España. Las circunstancias en las que ha surgido cada una de esas asociaciones son muy diversas y así lo es su naturaleza jurídica y el nivel de autogestión alcanzado por cada una de ella.

Una tendencia que se observa en los acuíferos intensamente explotados es que, si no se consigue asegurar un uso sostenible del recurso, se tiende a buscar agua de otras fuentes—otra cuenca, un embalse, una desaladora, una depuradora de aguas residuales—para seguir manteniendo el desarrollo económico creado con las aguas subterráneas. Esto sin embargo implica trasladar el problema de escasez a otro lugar o realizar importantes inversiones públicas para asegurar el acceso al agua a un reducido número de usuarios.

La recuperación de los costes de las medidas para compensar el desequilibrio entre demanda y oferta en algunos acuíferos parece un requisito esencial para afrontar de forma más racional y razonable los problemas asociados con el uso intensivo de las aguas subterráneas. Para ello es fundamental tener mayor transparencia en la toma de decisiones y mayor rendición de cuentas sobre las inversiones que se realizan para paliar los problemas de calidad y cantidad en los acuíferos degradados. En particular, parece inaplazable tomar medidas firmes hacia la sostenibilidad cuantitativa, ya sea reduciendo la explotación o aumentando los recursos (recarga artificial en períodos húmedos). Además, es necesario prestar más atención a los problemas de calidad de las aguas subterráneas y al efecto retardado de su contaminación. También hace falta aumentar el control sobre el uso de las aguas subterráneas, conseguir la cooperación de los usuarios en su protección y, en general, sensibilizar a la sociedad sobre la importancia de este recurso y la necesidad de hacer un buen uso de ello. 

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