El agua forma parte de la economía, entendida ésta como el conjunto de relaciones y actividades sociales encaminadas a la satisfacción de las necesidades de individuos y grupos humanos. Está presente en todas las fases de la producción y el consumo y, por lo tanto también en las de circulación y distribución económicas. Una primera aproximación a la dimensión económica del agua puede hacerse a través del estudio de su circulación por el sistema económico. A tal fin se ha utilizado la metodología input-output desarrollada inicialmente por Wassily Leontief para el análisis de las relaciones intersectoriales.  El análisis del contenido físico de agua en los procesos económicos ha adquirido un nivel importante en las últimas décadas con el desarrollo de los conceptos de agua virtual y huella hídrica. (Allan, 1997; Hoekstra & Chapagain, 2007).

La percepción de la dimensión económica del agua ha cambiado notablemente a lo largo de la historia del pensamiento económico. Si en el siglo XVII Adam Smith, el ilustrado escocés considerado uno de los fundadores de la economía moderna, podía utilizar el agua como ejemplo de bien libre, sus sucesores en la tradición económica liberal que él inauguró la habían convertido a finales del siglo XX en una mercancía.

Para ilustrar la diferencia entre valor de uso y valor de cambio, en lo que se conoce como la paradoja del valor, Smith contraponía el agua –un bien fundamental para la vida, es decir con un elevado valor de uso, pero incapaz de comprar nada, o sea sin valor de cambio- con el diamante, perfectamente prescindible (con escaso valor de uso) pero con un elevado valor de cambio. El agua, percibida como un bien abundante y accesible a todo el mundo –un bien libre- tenía escaso interés para una economía centrada en el intercambio. Alfred Marshall, cuya obra Principios de Economía (1890) constituyó el manual de referencia para los economistas neoclásicos en las primeras décadas del siglo XX, todavía consideraba el agua un regalo, junto con la tierra, el aire y el clima.

El agua como patrimonio ecosocial

El volumen de agua en el planeta tierra es prácticamente constante en la perspectiva temporal humana. De este volumen, sólo una pequeña parte, estimada en el 2.5% es el agua dulce[1] que circula a lo largo del ciclo hidrológico, mientras una fracción todavía menor reside temporalmente en los organismos vivos, recorriendo y configurando los ecosistemas epicontinentales. El agua forma parte de dichos ecosistemas, de manera que los usos que hacemos de ella no sólo afectan al estado de los ecosistemas sino que la propia posibilidad de uso del agua depende del funcionamiento de los mismos. Esta dependencia es especialmente relevante porque vincula los usos actuales con la disponibilidad futura del agua necesaria para satisfacer las necesidades humanas, señalando límites ecológicos a la injerencia humana en los sistemas. La extracción de agua y su devolución al medio una vez usada están condicionadas a los requerimientos en cantidad y calidad de los ecosistemas, ya que del mantenimiento en buen estado de los mismos depende la disponibilidad futura para usos humanos.

La comprensión científica de la naturaleza ecosistémica del agua es un fenómeno reciente. La aceptación social hegemónica de la necesidad de fundamentar la gestión del agua en una visión ecosistémica se puede situar en las últimas décadas del siglo pasado. La evidencia del deterioro ambiental generalizado contribuyó al paulatino abandono (no sin resistencias) de un modelo de manejo del agua basado en el planteamiento reduccionista de la administración artificial de flujos, complementado por tratamientos de depuración.

La idea de que el agua es un elemento constituyente e indisociable de los ecosistemas tiene consecuencias en la caracterización de la dimensión económica del agua y en el planteamiento de su gestión. Los ecosistemas (o mejor los socioecosistemas, si queremos resaltar el papel de la sociedad humana como elemento determinante en la configuración de los sistemas) se pueden caracterizar por la complejidad. Esto quiere decir que presentan múltiples dimensiones o interrelaciones de muy diversa naturaleza que no son reductibles a una única.

Entre otros rasgos propios de los socioecosistemas podemos destacar los siguientes:

  • causalidad interna (auto-organización)
  • diversidad de los subsistemas
  • adaptabilidad
  • no-linealidad
  • estructura causal en red
  • sistemas jerárquicos anidados y organización superpuesta
  • apertura radical
  • contextualidad.

Una de las implicaciones de la complejidad ecosistémica es que la comprensión del funcionamiento de los sistemas requiere no sólo el concurso de numerosas ramas del conocimiento, sino también la revisión de las propias disciplinas científicas para superar las barreras disciplinarias y ampliar su campo de visión.

En consonancia con esta visión ecosistémica la dimensión económica del agua se representa como un activo patrimonial, el cual forma parte indisoluble de la base ecosistémica de la sociedad. Como consecuencia de ello, los usuarios actuales tenemos un dominio transitorio y limitado sobre el agua. Transitorio porque adquirimos la responsabilidad frente a generaciones futuras de mantener, conservar y, en su caso mejorar, el patrimonio heredado; y limitado porque, además de lo anterior, compartimos el ecosistema con el resto de especies, que necesitan también el agua para su existencia. La reserva de espacio vital para el resto de las especies es independiente de la posición ética desde la que se aborde la cuestión. Para quienes mantienen una visión biocéntrica o ecocéntrica se trata sencillamente de un derecho de los seres vivos a la existencia; desde posiciones antropocéntricas el espacio ecológico no ocupado por la especie humana es necesario para que los ecosistemas funcionen adecuadamente y continúen proveyendo de bienes y servicios a la sociedad.

La concepción del agua como patrimonio ecosocial tiene otras implicaciones importantes en la gestión del agua, que van más allá de la conservación del buen estado de los ecosistemas como requisito para el uso sostenible. La pertenencia del agua al ciclo hidrológico, su tránsito renovado por las distintas fases del mismo cumpliendo múltiples funciones -que no se limitan a las de la mera satisfacción directa de necesidades humana- junto con la diversidad de usos sociales interdependientes, reclama una gestión que atienda a esas características de bien común. La asignación de derechos privativos de uso necesarios para la circulación del agua por el sistema de producción y consumo debe atender a principios de solidaridad, cooperación mutua, equidad, control democrático y sostenibilidad. El principio de sostenibilidad incluye otros como los de resiliencia, eficiencia y parsimonia.

El agua como mercancía

En enero de 1992 y como preparación de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo que se celebraría en Río de Janeiro, ese mismo año se reunió en Dublín la Conferencia Internacional sobre el Agua y el Medio Ambiente, cuyas conclusiones se recogieron en la llamada Declaración de Dublín. La ofensiva neoliberal propugnada, entre otros, por Milton Friedman, cuyas recetas se ensayaron primero por las dictaduras de  Chile y Argentina, había alcanzado ya carácter hegemónico tras las políticas de Margaret Thatcher (1979-1990) y Ronald Reagan (1981-1989) y la descomposición de la URSS. La Declaración de Dublín se sitúa en el contexto de la nueva regulación de la globalización neoliberal y es probablemente la expresión más clara de la concepción mercantilista del agua. Su Principio Nº 4 establece que El agua tiene un valor económico en todos sus diversos usos en competencia a los que se destina y debería reconocérsele como un bien económico; para aclarar a continuación que, en virtud de este principio, es esencial reconocer ante todo el derecho fundamental de todo ser humano a tener acceso a un agua pura y al saneamiento por un precio asequible.

Así pues, desde este punto de vista, siendo el agua un bien económico o mercancía, se condiciona el acceso humano al agua a la capacidad de pago.

Esta visión es coherente con la concepción, dominante hoy, de la economía que restringe el campo de estudio a lo escaso, asumiendo que si hay abundancia no hay cuestión económica. Pero, ¿es escasa el agua? No parece que ésta haya sido la percepción de Smith, que destacaba su escaso valor de cambio o de Marshall, para el que se podía considerar un regalo. Es cierto que los lugares desde los que escribían -Escocia e Inglaterra, respectivamente- no son precisamente áridos, por lo que podían partir de una impresión de abundancia. Independientemente de la desigual distribución del agua dulce tanto espacial como territorial, es decir de la disponibilidad limitada de agua en zonas áridas o en tiempos de sequía, lo relevante desde el punto de vista económico es la escasez construida. Esto es, la que se deriva de un conjunto de intervenciones sociales de carácter técnico y jurídico, que permiten la apropiación o el dominio del agua, que deja de ser un bien libre o un regalo para entrar en la esfera de lo económico en el sentido restringido del intercambio mercantil. Este tipo de escasez presenta dos vertientes, por un lado la que se deriva de la expansión de los usos (de los fines alternativos, en los términos de Lionel Robbins[2]) y por otro, e inseparable de la primera, la ocasionada por la pérdida de calidad asociada al uso y la que resulta de la apropiación por parte de unos usuarios en detrimento de otros. La simple derivación de un flujo mediante la construcción de un azud en un río contribuye a crear escasez aguas abajo; no digamos la construcción de una gran presa. La asignación de derechos cuantitativos (p.ej. concesiones) hace del agua, a partir de un cierto umbral un bien escaso.

En definitiva, como ha señalado Federico Aguilera (1994) siguiendo a Diana Gibbons[3] y otros autores, la escasez de agua es principalmente social, esto es construida por un desajuste entre las actuaciones –incluso las aspiraciones- de los grupos humanos y las características del medio, que puede ser más o menos árido. En este último sentido podemos referirnos a escasez física relativa por comparación con otros territorios. Si la comparación se realiza a lo largo del tiempo para un mismo espacio hablamos de sequía.


[1] Incluyendo glaciares y casquetes polares. Fuente: Igor Shiklomanov's "World fresh water resources" in Peter H. Gleick (editor) (1993) Water in Crisis: A Guide to the World's Fresh Water Resources, Oxford University Press, New York)

[2]Economics is the science which studies human behaviour as a relationship between ends and scarce means which have alternative uses.” Robbins, L.C. (1932) An essay on the nature and significance of economic science, MacMillan, London

[3] Gibbons, D.C. (1986) The economic value of water The John Hopkins University Press, Washington