"Detrás de nuestra casa trabaja un río". Manuel de Barros

"Tiende el agua a ocupar el espacio que el amor no alcanza". Rafael Pérez Estrada

Alguien tiene sed, se levanta del asiento, va a la cocina y se dirige al fregadero: una mano abre el grifo, la otra recoge su agua en un vaso y la bebe. Este gesto rutinario y sencillo, desposeído por su cotidianidad de todo valor simbólico, encierra en sí mismo un profundo sentido de la vida, el de la perdurabilidad de la especie en nuestro planeta al dar respuesta a una de nuestras necesidades básicas, la sed, demanda física para el bienestar del organismo que nos contiene: el cuerpo, una de las dimensiones que, junto al alma, conciertan nuestra condición humana, tal como nos devuelve el espejo de la filosofía en su andar milenario.

Cuestión para tener en cuenta es la escasa conciencia que el ser humano que habita el mundo desarrollado tiene de ello en el siglo XXI. Su modo de vida asociado a un arrogante antropocentrismo, a una economía desligada de la Naturaleza, razón y medio de vida, a un modelo de felicidad basado en la acumulación de bienes materiales (el consumo) y al uso de la tecnología como un fin, lo está conduciendo, quizás, a la habitación oscura de la autodestrucción (crisis ambiental, deshumanización).

Decía Miguel Delibes que:  “… el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica lo hemos despojado de su esencia”. El hombre y la mujer de hoy, encerrados en su hábitat rascacielos, hipnotizado por los mass media, parecen vivir de espaldas a los valores esenciales de su propia condiciónbiológica. No ve más allá del aquí y ahora, del hoy para el hoy mismo, como si una ceguera evolutiva les hiciera insensible ante el ciclo integral de la vida y, por lo tanto, al valor esencial de una sustancia como el agua que ancla y anima a su organismo y al resto de seres vivos que forman parte de la cadena trófica.

Ya lo advierten científicos de la agroecología y otros intelectuales desde distintos ámbitos: un mal amnésico se ha instalado en la médula social de nuestra civilización, la pérdida de la memoria biocultural, de la memoria histórica como especie, producto de la ruptura espacio temporal que ha provocado la velocidad del "progreso" tecnológico del último siglo, y el tren de la codicia que ha guiado su espíritu. Admiramos más, en un ejercicio de exceso de narcisismo, el resultado de la inteligencia del propio hombre en su intención creadora que los de la Naturaleza de la que somos parte y todo. Nos asombramos ante la elevada arquitectura de hierro pudelado de la Torre Eiffel, pero no ante la estructura que plantean las moléculas del aire que llenan sus vanos, y que entran en nuestros pulmones como indispensable alimento para nuestro ánimo (alma/soplo): protegemos la torre, pero comerciamos con el aire (mercados de carbono), o con el agua o con la tierra. Por no seguir ahondando en la obsesión virtual en la que habitan las nuevas generaciones con sus pantallas portátiles y su deriva adictiva a las ofrendas de la publicidad. Vivimos en edificios colmados de ventanas que dan al asfalto o al imaginario de la red social.

La naturaleza, el agua, porción de la que somos, configura un paisaje que nos emociona y modela afectivamente la mirada, pero cada vez más somos paisaje acristalado, paisaje virtual: hemos sustituido el sujeto de la emoción y coleteamos perdidos inmersos en el mar del ciberespacio, mientras la tierra sigue sangrando por nuestro déficit de humanidad, la ignoramos.En síntesis, un endogámico culto a sí mismo propagado por la crematística dominante, el beneficio a toda costa, que nos ha alejado del árbol y su metamorfosis, del cielo protector y de las antiguas divinidades del agua.

Cuando nos miramos en un espejo de agua, es ella, la misma agua la que se mira a sí misma: somos agua y no es un tópico. Llegamos al mundo como yema envuelta en la clara de su huevo. Casi un 80% de nuestra masa corpórea está compuesta por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno, camaleónica agua que da sentido a nuestra sangre, a nuestros huesos, músculos y tejidos. No andaba muy equivocado en sus predicciones el primer filósofo que intentó dar una explicación física al origen del mundo, Tales de Mileto: "Todo es agua" (Aristóteles, Metafísica, A, 3, 983 b 6).   El problema es que ya no reparamos en el acto autocomplaciente y poético de mirarnos en el agua, o cuando lo intentamos, en general, el agua es una sombra estancada y adúltera morada de sustancias tóxicas. Ha perdido uno de sus valores intrínsecos, el movimiento y la transparencia, su cualidad de hacerse sensible al paso de la luz y a la regeneración, a la llamada de la vida. Si muere el agua, nosotros morimos con ella. Por ello, no es baladí que el agua sea un símbolo esencial en todas las culturas ancestrales que nos precedieron: es una manifestación de belleza, armonía e identidad. Su cuerpo fluido nos invita al juego y a la risa, expresiones de felicidad, creación y libertad. El culto al agua está presente en Mesopotamia, cuna de la agricultura en torno a los ríos Tigris, Éufrates, Jordán y el Nilo, en el antiguo Egipto; pasando por Grecia y Roma, Al-Andalus o las culturas precolombinas o hindúes (el sagrado Ganges). Numerosas deidades a lo largo y ancho de la geografía terrestre y humana han dado cobertura a los miedos del ser humano frente a lo desconocido; y numerosos los ritos sacros en los que el agua ejerce un papel purificador e iniciático (agua bendita, agua salud, agua hospitalaria, agua identidad). Todas ellas configuraban cosmogonías ligadas a una conciencia en el que la Tierra tenía un sentido de morada, de hogar protector que, a su vez, había que salvaguardar por respeto al origen de la vida (el sentido de la supervivencia), y desde el culto a los dioses.

En la actualidad, la situación es inversamente proporcional al legado de prudencia que las sabidurías antiguas nos han legado en sus testimonios de culto al agua y, en general, a la Naturaleza. El racionalismo científico, que ha supuestos tantos logros para la modernidad, ha mordido en su propio anzuelo por un exceso de especialización. Se estudian las partes, pero no se ve el todo, y de ahí el abusivo despliegue tecnológico sin reparar en efectos. Como avisaba Ortega y Gasset al desmenuzar la sociología de nuestra era en La rebelión de las masas: "El científico ha ido perdiendo contacto con una interpretación integral del universo (…) el hombre de ciencia actual es el prototipo de hombre-masa (…) la misma ciencia ha ido haciendo de él un primitivo, un bárbaro moderno”. Es decir, se ha ganado en porciones de información engendrada en tecnología, se ha perdido en sabiduría y virtud.

Si eso ocurre en el mundo académico (la supuesta trinchera del saber), la situación en la sociedad no lo es menos: una laxitud ambiental es la expresión de un pensamiento colectivo, en general, que se deja ir, salvo catástrofes mayúsculas como los desastres de Aznalcóllar o  Prestige, paradójicamente, en las aguas de la indiferencia. Por el contrario, nuevos movimientos sociales, incluida la ciencia más consciente, tristemente emocionados por la abusiva especulación sobre los recursos naturales, base de la salud planetaria, llevan reclamando un cambio de paradigma socioeconómico, una nueva sensibilidad educadora, una vieja/nueva forma de relacionarnos con el íntimo y universal patrimonio que es en sí mismo la vida y sus manifestaciones.

Este es el caso del movimiento de la Nueva Cultura del Agua, que representa una perspectiva de cambio en las políticas hidrológicas intervencionistas de nuestro país y, de modo más general, en la regeneración de las políticas medioambientales. Se aboga por un profundo cambio de valores inspirándose en la ética ecológica y la cultura de la sustentabilidad. Se trataría de vivir mejor, pero con menos recursos y con más calidad y equidad en su reparto. Como acertadamente señala uno de sus fundadores, el Catedrático de Hidrogeología Francisco Javier Martínez Gil, la gestión del agua en sus usos exige una inexcusable visión humanística en planteamientos que vayan más allá de un concepto cicatero del desarrollo económico cegado por el productivismo: “No todo es negocio, es esencial contemplar el componente cultural y emocional del agua y de los ríos, lo que significan para el ser humano (…) nos falta más cultura y sensibilidad que agua".

En el empeño de cultivar esa sensibilidad está una de las razones de la visión/misión educadora de la Nueva Cultura del Agua. Ahora bien, ¿cómo hacer crecer la hierba entre la roca, la consciencia de agua y de la vida, la flor en el desierto? A pesar de todas las dificultades que contiene un mundo levantado sobre el ruido de la información y la publicidad, siempre nos quedará el “París de la palabra”, el diálogo como camino, la educación como práctica de libertad y pedagogía de la esperanza que nos legó, entre otras, la visión y el testimonio del educador brasileño Paulo Freire. Un corazón inunda, una gota multiplica, una experiencia transforma. Y es aquí, en la experiencia de comunicación entre iguales y en la experiencia propia con el agua (su cualidad de alimento, salud y emoción) donde podemos encontrar un filón, no exento de profundidad y dificultad, para hacer valer la necesidad de preservarla de los abusos como sustancia primigenia y símbolo sagrado.

La educación en todos sus ámbitos (académico, no formal e informal) y, especialmente, la educación ambiental (EA) dentro del marco de la educación permanente formalizada por la UNESCO, es una de las vértebras para diseñar la conquista de esta nueva sensibilidad social. Una formación celosamente racionalista y encerrada en los cálculos (no más allá del aula y la medida del rendimiento), ha de dejar paso a una pedagogía de la emoción recreada desde la cultura del encuentro, del gozo sensato y el disfrute de los paisajes y espacios del agua. Quizás volviendo nuestra mirada sentida a los ríos, lagos y mares, comprendiendo la necesidad de su fluir, atendiendo a la llamada de su dolor (presas, trasvases, contaminación, etc.), podremos lograr una nueva consciencia que nos mueva el polo positivo de la indignación y la crítica. Una actitud vital, en pie de agua, que nos anime a promover acciones colectivas que permitan derribar algunos de los muros de las jerarquías políticas que, condicionadas por agentes exteriores, hacen del bien público su propio bien. Se trataría de una educación que afronte los problemas de su tiempo, una educación como aventura existencial y ejercicio de la ciudadanía.

En consonancia, la educación ambiental debe contemplar la necesidad de encontrar alianzas entre los profesionales del sistema educativo y de los medios de comunicación, para revertir el mensaje distorsionado que se transmite a la sociedad sobre los problemas del agua. Hay una inercia cultural que mantiene un lenguaje basado en la lógica de la intervención, del manejo y reparto del agua, del sometimiento del recurso a un modelo insostenible de crecimiento. Este lenguaje, apoyado por un determinado tipo de ciencia y tecnología e instalado también en los currículos educativos (programas y libros de texto), crea opinión y pensamiento unidireccional, constituyendo un principal obstáculo para que llegue a la sociedad un mensaje objetivo, y con posibilidad para la emoción y el cambio.

La educación en materia de agua ha de procurar en todo momento la creación del sujeto social (el sentido común cooperante), al pensar sobre sus contextos próximos y globales (nos duele lo que sentimos cerca y remite cuando se tejen puentes al exterior); y será útil si eseducación popular capaz de revertir el frío de lo particular en el calor de lo colectividad sensible y organizada, el espectador en actor, la resignación en esperanza, la isla en archipiélago, en movimiento social para un nuevo culto activo alarjé, a la sustancia y el símbolo que aquí nos trae: la fecundidad del agua, la preservación de la vida.