Naturaleza, arte, agua

A caballo entre los siglos XIX y XX, en los Estados Unidos de América dos hombres competían ásperamente por convencer al presidente Roosevelt de la necesidad de conservar la naturaleza. Buscaban lo mismo, podría decirse, o al menos coincidían en mucho más de lo que discrepaban. Pero todos conocemos lo peculiar de la condición humana, y cuán cierto es aquello de que no hay peor cuña que la de la misma madera. Precisamente por coincidir en mucho, John Muir y Gifford Pinchot consideraban sus posturas casi irreconciliables. Muir había facilitado el nacimiento de los parques nacionales, en América y en el mundo, con su enardecida defensa de la preservación de los bosques y montañas de Yosemite y Yellowstone. Lo hizo deslumbrado por aquellos paisajes, sobrecogido por la magnificencia de los escenarios. Pensó que disfrutar de sensaciones tan maravillosas debía ponerse al alcance de todas las personas, argumentando que, para la salud del alma, los humanos necesitamos la belleza de la naturaleza tanto como precisamos del alimento para la salud del cuerpo. Pinchot, en cambio, era un hombre al que hoy llamaríamos mucho más práctico. Él también defendía la naturaleza, pero no para verla, no soñaba con preservar entornos salvajes y prístinos, sino con explotar mejor los recursos. Su idea, expresada con mucha claridad, era que precisábamos conservar el medio de modo que pudieran obtenerse de él más recursos, durante más tiempo y para más gente. De alguna forma, por tanto, si Muir anticipaba los parques nacionales y otras formas de preservar santuarios naturales, Pinchot se adelantaba a la idea del desarrollo sostenible y un uso prudente de los ecosistemas.

Durante mucho tiempo, y aún hoy, seguidores de Muir y de Pinchot debaten acerca de si la naturaleza debe ser usada o, mejor, de si tiene que ser preservada intocable. Sin embargo, hace ya decenios que desde el punto de vista conceptual se resolvió ese conflicto. Y fue con argumentos evolucionistas. Quizás mis primeros recuerdos al respecto se remonten a Konrad Lorenz, el etólogo que fue padre adoptivo de la oca Martina y que alcanzara el premio Nóbel. Gracias a las buenas artes de Félix Rodríguez de la Fuente, que lo había conocido personalmente, Lorenz accedió a prologar alguna de las ediciones internacionales –y luego españolas– de la enciclopedia Fauna. En su prólogo hacía ver, poco más o menos –lo escribo de memoria, tal como lo recuerdo–, que si Fauna había tenido un éxito tan grande en medio mundo era porque los ciudadanos urbanitas necesitábamos el campo, añorábamos el contacto con la vida salvaje, pues formaba parte de nuestra historia evolutiva, estaba en nuestros genes. Poco después, el recordado Fernando González Bernáldez, en Doñana primero y en Madrid después, nos hablaba de la percepción que los niños españoles tenían de la naturaleza. Fernando hacía encuestas, presentaba a los pequeños fotografías y cuadros, e invariablemente –decía–, sin ningún aprendizaje previo, ellos preferían lo más sano, lo que nos venía mejor como animales humanos: anteponían la imagen de un alegre arroyo de aguas cristalinas y oxigenadas a una foto de agua estancada, la de un bosque abierto, adehesado, a la de un bosque cerrado o la de un desierto. Como Lorenz, Fernando sugería la existencia de una raíz profunda, biológica, en la base de nuestros placeres estéticos. Pero quien más tarde ha formalizado con todo detalle estos puntos de vista ha sido Edward O. Wilson en un libro que llamó Biofilia. Wilson explica ahí que de alguna forma somos capaces de relacionar lo que nos viene bien con nuestros gustos, y que si a la mayoría de la gente le atrae la naturaleza, es porque nos es útil. Algunos experimentos al respecto son muy esclarecedores. ¿Sabían, por ejemplo, que las recuperaciones postoperatorias duran menos tiempo y son más eficaces cuando el paciente puede ver el campo o el mar a través de la ventana? ¡John Muir tenía razón! Necesitamos a la naturaleza tanto como al pan, y por eso nos gusta. Con frecuencia se han relacionado las manifestaciones artísticas con intentos de acaparar en el lienzo, en la madera, en el texto escrito, la esencia de esa naturaleza que nos hace falta. No se trata sólo de que las marinas y otros paisajes pintados que colocamos en nuestras paredes simulen, en el claustrofóbico ambiente urbano, inexistentes ventanas a espacios libres. Hay algo más. Para mí, un mero aficionado en este tema, uno de los que mejor lo han descrito ha sido el poeta ruso Eugeni Evtuchenko:

La perfección es la naturaleza,

        la perfección es el aliento de la tierra,

        no esa nueva moda de formas extravagantes,

        ni tampoco las formas prestadas.

No te atormentes porque el arte sea copia,

       porque esté destinado a reflejar,

       porque no sea libre y sea tan pobre

       comparado con la naturaleza.

Evita someterte a los afeites,

      pero al arte sométete tú entero.

      Y refléjate en él, tranquilo, inconfundible,

       igual que se refleja la naturaleza.

Ahora bien, si realmente estuviéramos pretendiendo, aún sin darnos cuenta, poner a buen recaudo en nuestras obras de arte esa naturaleza de la que dependemos, ¿qué porción de la misma deberíamos escoger?, ¿a cuál de todas le debemos más? Apenas nadie lo dudaría: el bien más necesario para la vida, el más imprescindible, es el agua. No es raro, por eso, que el agua tenga un papel tan destacado en nuestra simbología, nuestro arte, las metáforas de nuestra vida cotidiana. El agua ha sido, y es a menudo, una representación de la purificación, de lo sagrado. Fray Luis de León identificaba el misterio sobrehumano con el correr inagotable de las aguas ("…de dó manan las fuentes,/ quién ceba y quién bastece de los ríos las perpetuas corrientes/…"). Jorge Manrique –y muchos otros, como Antonio Machado– asimilaba la vida de una persona al discurrir de un río ("Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar,/ que es el morir/…"). Algún artista rompedor, como el argentino Coco Romero, ha relacionado las aguas subterráneas, que algún día serán surgentes, con las luchas sordas que pretenden alumbrar un arte y un mundo diferentes ("…nuevas aguas alimentarán estos ríos subterráneos, que suben cada tanto a la superficie y se hacen cuerpo y alma, desbordando"). Ese deseo de incorporar el agua a nuestro pensamiento, a nuestras emociones, esa necesidad intelectual de recrear un recurso necesario biológicamente, es biofilia en estado puro. En línea con el espíritu biofílico, una exposición que patrocina el Instituto del Agua de Andalucía aúna el placer estético del agua en la pintura con la creciente dependencia de un recurso cada vez más escaso en nuestra sociedad. Muchos van a escribir en este catálogo acerca del arte y, en particular, del agua en la pintura. A mí me corresponde tratar del agua en la naturaleza, del «líquido elemento» como recurso, que es a la vez ecológico y económico.

Un extraño elemento imprescindible para la vida

El agua es un producto raro, en muchos aspectos excepcional. Como es bien sabido, la molécula de agua está formada por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno (el famoso H2O). Esa molécula tiene polos –es polar, se dice–, porque la distribución de sus cargas eléctricas no es simétrica respecto al centro. Ello hace que las moléculas de agua raramente aparezcan solas, pues tienden a «empaquetarse» uniéndose merced a enlaces o puentes de hidrógeno; con frecuencia, y como mínimo en el caso del agua líquida, lo hacen en grupos de seis. A su vez, eso explica, entre otras cosas, la estructura hexagonal de los cristales de hielo, y de paso la perfecta, simétrica y hermosa estructura fractal de los copos de nieve, también con seis brazos. Pero todo esto no es tan extraño como las consecuencias que tiene. Por ejemplo, debido a su peculiar estructura, el agua en su forma

sólida pesa menos que como líquido, por eso el hielo flota y las botellas estallan cuando las olvidamos en el congelador. Apenas hay otras sustancias que lo hagan. Tampoco las hay que de forma natural, a las temperaturas y con la presión atmosférica que se dan en la superficie de la Tierra, se presenten tanto en forma líquida (el agua en sentido estricto), como en forma sólida (hielo) y en forma gaseosa (vapor de agua). Gracias a ello puede darse el ciclo del agua, al que me referiré más adelante, que genera agua dulce y libera de forma natural al agua de sus impurezas. Porque otra característica especial de nuestro elemento, relacionada con su polaridad, es que se trata de un magnífico disolvente. No un disolvente universal, como a veces se ha dicho, pues no disuelve los aceites, por ejemplo –lo que permite la existencia de las membranas biológicas formadas por lípidos–, pero sí una de las sustancias que más productos disuelve, si no la que más. Sin esta capacidad es imposible imaginar el metabolismo de los seres vivos, que no es otra cosa sino el intercambio de sustancias –y energía– con el exterior y la síntesis de productos complejos, orgánicos, a partir de otros más simples: el agua es el medio de transporte de esas sustancias y el agua es, también, el ambiente donde tienen lugar las correspondientes reacciones químicas.

Eso no es todo. Los puentes de hidrógeno tienden a mantener las moléculas de agua fuertemente unidas entre sí, generando una tensión superficial imprescindible para diferentes actividades de los seres vivos. La tensión superficial, por ejemplo, hace posible la capilaridad, fenómeno mediante el cual el agua asciende por un tubo estrecho contra la acción de la gravedad. Esa capilaridad, entre otras cosas, ayuda a las plantas a succionar agua del entorno y también, en parte, facilita el ascenso de la savia a lo largo de los vasos leñosos que componen el xilema. Otra característica peculiar del agua, relacionada asimismo con la fuerte cohesión entre sus moléculas, es que apenas puede comprimirse, de manera que para algunos animales blandos el agua funciona como un auténtico esqueleto.

No menos importante es el hecho de que el agua se caliente y se enfríe con lentitud o, dicho en otras palabras, que sea capaz de absorber grandes cantidades de energía en forma de calor –a ello se le llama tener un elevado calor específico–. A escala global eso permite que el océano funcione como un gran termorregulador y redistribuidor de calor –y el vapor de agua como el principal gas de efecto invernadero en la atmósfera–, y a escalas menores hace posible proteger a individuos, órganos y células de los cambios de temperatura.

Estas y otras muchas características hacen del agua un elemento absolutamente esencial para la vida tal y como la conocemos, hasta el punto de que la existencia de vida en el espacio exterior se presume única y exclusivamente allá donde puede localizarse agua en alguna de sus formas. La vida en la Tierra no habría aparecido y evolucionado sin agua, y no se mantendría sin ella. Los humanos, evidentemente, tampoco. Entre otras cosas, faltando el agua ni nosotros ni otros seres vivos podríamos ser, ya que gran parte de nuestro cuerpo está formado por ese líquido: para el fisiólogo Schmidt-Nielsen, un organismo vivo no es más que "una solución acuosa encerrada en los límites del cuerpo".

Necesitamos del agua pero, por fortuna, vivimos en un planeta azul, y es azul porque es un planeta acuático: tres cuartas partes de la superficie de la Tierra están cubiertas por agua –poéticamente, en un manifiesto de científicos europeos se afirma que "el agua es el alma del planeta azul"–.

Un recurso escaso

Es cierto, el agua es muy abundante en nuestro planeta, pero gran parte de los seres vivos necesitamos agua dulce, y esa es mucho menos común. Baste con recordar los célebres versos de Samuel Taylor Coleridge, poeta romántico inglés de finales del siglo XVIIIy principios del XIX, hoy muchas veces repetidos. En su Poema delviejo marinero, Coleridge cuenta la historia de una nave arrastrada por las corrientes a los helados mares antárticos, empujada más tarde por los vientos hacia el norte, y paralizada en algún momento por la calma chicha en mitad del océano Pacífico. Allí, bajo "el sol sangriento al mediodía", el desesperado navegante proclama:

"Agua, agua por doquier/ y ni una sola gota que beber». Sin saberlo, el poeta hacía por voz del marinero una fantástica anticipación, cada vez menos lejana, de la situación en la Tierra: vivimos en un planeta lleno de agua, pero cada vez tenemos mayores problemas para disponer del líquido elemento que nos hace falta.

Y es que el agua, además de imprescindible, es un recurso limitado. Como en el colegio aprendíamos de la energía, el agua ni se crea ni se destruye, solo se transforma, pasando por distintas fases. Siendo así, parece de la mayor importancia plantearse cuánta agua hay, y cómo, y dónde, suele estar. Claro que antes convendría saber de dónde ha salido el agua que hay en el mundo. Lo cierto es que nadie lo sabe muy bien. De acuerdo con casi todos los especialistas, ya existía agua en la Tierra hace cuatro mil millones de años, al poco –relativamente– de que se hubiera formado el planeta como un conglomerado de partículas cósmicas que giraban alrededor del Sol y se unieron por mor de la gravedad. La actividad volcánica en aquella época era muy importante, como también lo era la lluvia de asteroides y cometas que chocaban contra la incipiente superficie terrestre. Probablemente fue entonces cuando el oxígeno y el hidrógeno se unieron formando vapor de agua, que se condensaría más tarde originando el agua de los océanos. Ahora bien, tampoco puede descartarse que ese curioso elemento que es el agua hubiera llegado desde el exterior, como un componente de los cometas que alcanzaban la Tierra.

En todo caso, fuera como fuera, aquella agua es la que tenemos hoy. Y volvemos a la cuestión de hace unas líneas: ¿cuánta es? ¿cuánta agua hay? No se trata de una pregunta sencilla, pero en este caso una respuesta aproximada es mejor que la falta de respuesta. Tal aproximación a la estima de la cantidad de agua disponible fue llevada a cabo hace unos años por un ruso llamado Igor Shiklomanov, cuyos cálculos siguen siendo útiles hoy.

En la Tierra existen algo así como 1.390 millones de kilómetros cúbicos de agua, pero el 96,5% del mismo es agua salada y está en los océanos y mares. Casi otro 1% es agua subterránea también salada o salobre, y por tanto tampoco apta para el consumo humano. Nos queda, en definitiva, apenas un 2,5% del total como agua dulce. "No está mal", pensarán ustedes. "Un 2,5% de 1.390 millones son casi 35 millones de kilómetros cúbicos, y eso es mucha agua". El problema es que gran parte de esa agua no nos es asequible. Algo más de dos terceras partes –el 68’7%– del agua dulce está en forma de hielo y nieve permanentes, en los glaciares y casquetes polares, y por tanto apenas disponible, en cuanto tal, para nuestras necesidades. Y otro 30% tampoco es fácil de usar, pues es agua subterránea, a veces muy profunda. Todavía peor, del apenas 1,2% del agua dulce restante, la mayor parte está congelada en el suelo de las tierras más frías formando el permafrost –que, por cierto, se está deshelando y haciendo caer árboles y casas–. El agua acumulada en los lagos representa el 0’26% del agua dulce del mundo, y sumando la almacenada en marismas y aguazales con la que corre por los ríos, apenas se alcanza el 0’04%, aproximadamente la misma cantidad que se mantiene en la atmósfera. Por fin, el agua biológica, la que forma parte del cuerpo de todos los seres vivos, es en proporción al conjunto una cantidad casi despreciable.

La conclusión es que no llegan a cien mil los kilómetros cúbicos de agua dulce disponibles para la humanidad y para todas las plantas y animales que viven en medios dulceacuícolas. Es muy poco. Tan poco, que el escritor Marq de Villiers lo ha expresado gráficamente afirmando que si toda el agua del mundo se guardara en un recipiente de cinco litros, el agua dulce utilizable apenas llenaría una cucharilla. Pero desde nuestro punto de vista humano existe un problema añadido: esa agua dulce, además de escasa, está mal repartida. En Asia, por ejemplo, donde vive el 60% de la población humana, tan sólo se acumula el 36% del agua dulce. Aunque en menor proporción, también en Europa y África el porcentaje de población supera al de agua dulce. En Sudamérica, en cambio, sólo vive el 6% de la Humanidad, pero disponen del 26% del agua, mientras que en Norteamérica el 8% de la población humana puede acceder al 16% del agua dulce existente.

El ciclo del agua

Hablando del agua que hay y de donde está «guardada», podría haber transmitido la sensación de que esa agua está quieta, estática en sus almacenes. Nada más lejos de la realidad. Moléculas de agua que están hoy en su cuerpo, lector o lectora, pudieron ser ayer nube, y anteayer océano, y mañana, tal vez, serán árbol, o río, o penetrarán bajo tierra para permanecer ocultas allí durante siglos. El agua de la Tierra está siempre en movimiento, más o menos rápido, y siempre cambiando de estado, de líquido a sólido o gas y a la inversa.

Como todo auténtico ciclo, en el del agua no pueden identificarse ni un principio ni un final. Cualquier partícula de agua, sea sólida, líquida o vapor, participa de ese ciclo, que por tanto podría ser descrito comenzando por ella. El océano, no obstante, es con gran diferencia el principal depósito de agua en la Tierra, y parece razonable empezar la descripción por ahí.

La energía del sol, última responsable del ciclo, calienta el agua del océano, haciendo que parte de ella se evapore. En ese momento se produce un cambio importante, pues el agua salada del mar se ha convertido en agua dulce y limpia, sin impurezas. El aire caliente cargado de vapor se eleva, enfriándose. Poco a poco, entonces, el agua en forma de gas se condensa formando las nubes. Estas nubes se desplazan, empujadas por los vientos, y las partículas de agua entrechocan y se unen entre sí, aumentando de tamaño y cayendo en forma de precipitación. La mayor parte de esa precipitación cae sobre el mar –no en vano ocupa el 70% de la superficie del globo– y cierra así el ciclo. Otra parte cae en forma de nieve sobre los polos, o sobre glaciares en altas montañas, donde puede permanecer millones de años en forma de hielo –se ha reconstruido la atmósfera de hace cuatrocientos mil años a partir de las burbujas de aire que entonces cayeron con la nieve sobre la Antártida–. Otra parte, por fin, cae en forma de lluvia –o nieve o granizo, que se derretirán en minutos, horas, días o semanas– en tierra firme con clima moderado o cálido, dando lugar a la fase del ciclo del agua de la que depende la vida de todos los seres terrestres y, muy en particular, de los que ocupan hábitats dulce acuícolas.

Una porción destacada de la precipitación se infiltra en el terreno. Si encuentra resquicios favorables, progresará poco a poco hacia abajo, alimentando los acuíferos profundos. Pero mucha de ella se mantiene en las capas superiores del suelo, donde se distribuye en diferentes destinos. Parte surge al exterior en forma de fuentes y manantiales, respondiendo así a la primera pregunta que, como hemos recordado, se planteaba Fray Luis de León. Otra parte, discretamente, llega al mar o a los ríos como descargas subterráneas. Y una cantidad nada despreciable es captada por las raíces de las plantas y bombeada hacia las hojas, desde donde vuelve a la atmósfera en forma de vapor, como resultado de la transpiración. Un gran árbol de zonas templadas llega a transpirar 150 metros cúbicos de agua en un año, y se estima que la transpiración aporta hasta el 10% del vapor de agua que se incorpora a la atmósfera.

Pero otra importante porción de la precipitación no se infiltra en el terreno, sino que corre sobre él –al igual que lo hace parte del agua de deshielo–. Es el agua de escorrentía, la más importante desde el punto de vista de la mayoría de los organismos terrestres y, desde luego, de los humanos. El agua de escorrentía es "quien ceba y quien bastece de los ríos las perpetuas corrientes", la segunda cuestión de Fray Luis –superado el nacimiento en los manantiales y teniendo en cuenta, además, las aportaciones a los ríos y lagos del agua subterránea, fundamentales en el río Guadiana, por ejemplo–. Asimismo, la escorrentía y el agua subterránea alimentan los lagos de agua dulce. El agua de los lagos se evapora y retorna a la atmósfera y el agua de los ríos corre hasta llegar al mar, cerrando distintos bucles del ciclo.

Como el agua puede estar en forma sólida, líquida o gaseosa, las condiciones climáticas globales afectan seriamente a la distribución en cada uno de esos estados. En los periodos muy fríos, como son las glaciaciones, mucha agua está depositada como hielo y, en consecuencia, una cantidad menor lo hace como líquido. En aquellos momentos, en consecuencia, los niveles del mar fueron más bajos que en la actualidad (hasta 120 metros menos en la última glaciación). Cuando hace más calor, en cambio, mucho hielo se derrite –además, el agua se dilata al calentarse– y los niveles del mar aumentan.

Como es sabido, esa es una de las predicciones relacionadas con el actual cambio climático, o calentamiento global, provocado por la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera debido a las actividades humanas. En el mejor de los casos, el mar puede ascender algo menos de medio metro en el actual siglo, pero las previsiones más pesimistas contemplan el riesgo de deshielo de los casquetes polares, lo que podría elevar el nivel del océano hasta seis metros. Claro que ese no es el único modo en que el calentamiento global puede afectar al ciclo del agua. Desde luego, lo hace redistribuyendo las precipitaciones en el espacio y en el tiempo; en muchas zonas, como España, ya está nevando menos, a la vez que desaparecen los glaciares; ello pone en peligro, por ejemplo, el abastecimiento primaveral y estival de los ríos de montaña, que se nutren del deshielo. En algunas regiones del mundo llueve más que antes –el agua del mar, más caliente, se evapora más– pero, sobre todo, llueve de forma más catastrófica, más violenta. Con más calor también transpiran más las plantas y el suelo pierde humedad… Estos y muchos otros cambios obligan a considerar todavía con más cuidado la forma en que utilizamos ese escaso recurso que es el agua dulce. Por muchas y muy distintas razones, que apuntaremos, no podemos seguir tratando al agua como lo hemos hecho hasta ahora.

Una nueva cultura del agua

El agua dulce es necesaria para mantener la integridad de los sistemas ecológicos, pero también es imprescindible para la agricultura, la industria, la generación de energía, la salud y, en general, la vida cotidiana de los humanos. A nadie debe extrañar, por tanto, que desde los orígenes de nuestra especie la hayamos buscado. Los primeros asentamientos, así como las primeras ciudades, se ubicaban siempre a la vera de zonas húmedas, ya fueran marismas, ríos o lagos. Durante mucho tiempo, con eso ha bastado: se tomaba agua del río y al río se devolvía, por supuesto cargada con la basura y los residuos correspondientes. El propio río –o, mejor dicho, el ecosistema fluvial– se encargaba, después, de depurarlo. En la ciudad de París, sin ir más lejos, aún se tomaba el agua de consumo directamente del Sena en el siglo XIX. El agua se veía, y aún se sigue viendo con mucha frecuencia, como un mero recurso productivo de usar y tirar.

Planteada así, la cuestión era superar los límites naturales, conseguir cuanta más agua dulce mejor, y en lo posible en todas las épocas del año. ¿De qué forma? En lo que hace a las aguas superficiales, domeñándolas con canalizaciones, represas, trasvases, desecación de humedales, embalses… Según datos de la Unión Europea, en la segunda mitad del siglo XX se construyeron en el mundo más de 45.000 presas, con periodos en los años 70 en los que se inauguraban hasta dos y tres grandes presas por día. Por lo que se refiere a las aguas subterráneas, el camino fue mejorar la eficiencia –tecnológica y económica– en la construcción de pozos y el bombeo de agua al exterior. Según la FAO, por encima de un tercio de las tierras regadas en el mundo lo son con aguas subterráneas, y esta agua, por cierto, se emplea más eficazmente que la de regadío procedente de fuentes superficiales.

Esta política tendente a conseguir más y más agua con cargo a los presupuestos públicos, agua que se ofrece a los usuarios, por lo regular, a precios que en modo alguno reflejan el coste real de obtenerla, ha sido denominada una "estrategia de oferta". Es como si los gobiernos dijeran:"Decida usted qué quiere hacer, que nosotros le ofreceremos el agua que necesite". Y esta política, digámoslo con claridad, ha funcionado bien durante un tiempo. Miles de millones de personas en el mundo comen, beben, se lavan y se calientan, gracias a los embalses y la utilización de las aguas subterráneas. ¿Por qué no seguir así, entonces, indefinidamente? Algunos lo proponen, porque no se dan cuenta de que las cosas han cambiado, pero la mayoría es consciente de que la estrategia de oferta ha tocado techo, ya no puede continuar, porque es insostenible.

Existen advertencias sobre los riesgos del mal empleo del agua desde la Antigüedad. Por ejemplo, un uso indebido del regadío puede salinizar –y tornar improductivas– las tierras, algo que ya ocurrió a muchas antiguas civilizaciones, desde el Creciente Fértil a Mesoamérica. Sin embargo, una alarma extendida sobre los peligros del modelo de gestión basado en la oferta de agua no apareció hasta el último cuarto del siglo XX, especialmente en Estados Unidos y en menor medida en Europa. Los síntomas o, más bien, la constatación de que el camino clásico está cegado, se derivan de distintas evidencias, a saber: los sistemas ecológicos acuáticos se degradan, los acuíferos subterráneos se agotan, la calidad del agua se resiente, pues la contaminación excede la capacidad de autodepuración, el coste de ofrecer agua se dispara, hasta el punto de que cuesta más el agua que lo que con ella se puede producir –el balance entre costes y beneficios se vuelve negativo, ello permite hablar de "agua virtual": es más rentable comprar cosas y ahorrar el agua que costaría producirlas–, se generan graves conflictos sociales y políticos, no sólo porque la gente exige más agua de la que se puede ofrecer, sino también por el impacto directo de las transformaciones –recuérdese Riaño, la Comisión Mundial de Presas estima el número de personas directamente desplazadas por los embalses entre 40 y 80 millones en el mundo–. Veamos con un poco más de detalle algunos aspectos relacionados con los dos primeros puntos.

La creciente demanda de agua dulce ha obligado, ya lo dijimos, a construir decenas de miles de grandes presas, canalizar ríos, desecar zonas húmedas, eliminar bosques ribereños, etc. A consecuencia de ello se han desvanecido radicalmente algunos cursos de agua, otros han dejado de correr, muchos no alcanzan sus destinos en la mar… No debe sorprender que, como resultado, los ecosistemas acuáticos continentales se cuenten entre los más amenazados del mundo, y en Norteamérica, por ejemplo, ningún grupo animal haya experimentado tantas extinciones de especies en los últimos siglos como los peces y los moluscos dulceacuícolas. Pero las consecuencias no se manifiestan sólo en los humedales y cauces fluviales, sino más allá. Las "cortas" que han eliminado los meandros en los ríos y la canalización de muchos tramos han incrementado enormemente el riesgo de riadas, que afectan a millones de personas. Al secuestrar los sedimentos en los embalses, éstos se colmatan, por un lado, perdiendo efectividad, y por otro se reduce el aporte de materiales a los deltas y las desembocaduras, alterando las líneas de costa y empobreciendo las playas, que precisan ser nutridas artificial y periódicamente con arena, a un enorme coste. Además, esos sedimentos que no llegan incluyen los nutrientes que necesitan numerosas especies marinas para reproducirse y crecer, especialmente en mares cerrados como el Mediterráneo. En el Ródano y el Ebro se conoce la relación entre el caudal que llega al mar cada año y la producción de anchoas y sardinas en el entorno próximo. Pero todavía fue más espectacular el cambio en las pesquerías egipcias tras la construcción de la presa de Assuán, en los años 60 del siglo XX: tras cerrarse la presa, y con ella el aporte de sedimentos a la desembocadura del Nilo, las capturas de sardinas disminuyeron un 97% y las de langostinos un 86% antes de 1970. Muy conocido es el caso de la región de Aral, en el sur de la que fue Unión Soviética: el Mar de Aral, un gigantesco lago interior, era alimentado por dos ríos importantes, el Amurdaria y el Syrdaria, cuyas aguas fueron desviadas para regadío; hoy ha desaparecido la mitad del lago, se ha perdido la pesca, las tierras aledañas mueren salinizadas y los cultivos han fracasado. Se equivoca, por tanto, y se equivoca gravemente, con buena o con mala voluntad, todo aquel que afirme que el agua dulce que llega hasta su destino en la mar o los lagos es agua perdida, desperdiciada.

En cuanto al abuso de los acuíferos, aparecen en todo el mundo problemas graves relacionados con la salinización de algunos de ellos –a veces con penetración de agua marina–, la contaminación de otros, el agotamiento de depósitos que han necesitado miles de años para formarse, los hundimientos del terreno, falto del soporte que el agua le proporcionaba, con graves daños para viviendas y otras construcciones –como ocurre en Ciudad de México–, la desecación de fuentes y humedales, a veces de importancia internacional –como el triste caso del Parque Nacional de las Tablas de Daimiel–, etc. Esta situación llevó a la Unión Europea a promover una Directiva Marco del Agua muy avanzada, que se fundamenta en la que se ha llamado «nueva cultura del agua». La nueva cultura abandona la idea del agua como un recurso productivo más y se centra en su papel como recurso ecológico, priorizando la sostenibilidad –considerar y gestionar a los ríos y lagos como meros almacenes de agua es tan obtuso, se nos advierte, como considerar y gestionar a los bosques como meros almacenes de madera–. La preocupación por la supervivencia y calidad de vida de los humanos sigue siendo, obviamente, máxima, pero ello no parece reñido con "el objetivo central de recuperar el buen estado ecológico de ríos, lagos, aguas de transición, aguas costeras y la protección de los humedales, así como el buen estado cuantitativo y cualitativo de los acuíferos, redefiniendo el concepto de cuenca, que ahora incluye deltas, estuarios y ecosistemas costeros", en palabras de la Declaración Europea. Ésta, asimismo, postula la introducción de "nuevos criterios de racionalidad económica en la gestión del agua basados en el principio de recuperación de costes, incluyendo los costes medioambientales y el valor de la escasez". ¿En qué se concretan estas buenas intenciones? Básicamente en "un cambio de las tradicionales estrategias de oferta a estrategias de demanda y conservación, priorizando el ahorro, la mejora en la eficacia, la introducción de nuevas tecnologías y la conservación de aguas subterráneas desde un enfoque integrador y sostenible". Debemos entender el agua como un recurso limitado, necesario también para otras especies, no sólo la humana, y acostumbrarnos a adecuar nuestras necesidades al agua disponible en donde vivimos: "Al igual que no tiene sentido argumentar déficits estructurales de sol en los países nórdicos (…) o déficits de terrenos llanos cultivables en las áreas de montaña, tampoco lo tiene entender la diversidad pluviométrica como un desequilibrio a corregir, cueste lo que cueste, bajo financiación y subvención pública". Guste o no, la época de las "soluciones tradicionales de ingeniería a gran escala" ha quedado atrás.