El contexto histórico

La acelerada urbanización que tuvo lugar durante el siglo XIX, especialmente en las ciudades de Europa y Norteamérica, supuso la consiguiente extensión de las redes de abastecimiento de agua y alcantarillado, que fueron ejecutadas y gestionadas tanto por gobiernos municipales como por empresas privadas; este último fue el caso de ciudades como Boston, Nueva York, Londres, París y Sevilla, cuyos sistemas de abastecimiento estaban especialmente destinados a suministrar agua a los barrios más pudientes mientras que los pobres se abastecían de vendedores informales, fuentes públicas, pozos o tomas directas de los ríos. Esta situación se reprodujo en las metrópolis coloniales desde Delhi a Yakarta y de Lagos a Buenos Aires [Bakker, K; 2010).

La incapacidad del sector privado de ampliar las coberturas a los barrios de rentas bajas, independientemente de su capacidad de pago, con los consiguientes impactos negativos en la salud pública y la higiene, fue el detonante para que los gobiernos municipales asumieran la gestión pública de estos servicios, de forma que, a mediados del siglo veinte, la mayoría de los sistemas de suministro de agua estaban gestionados por los poderes públicos, que tenían como objetivo principal la universalización de los mismos. En los casos en los que se mantuvo la gestión privada -como en Inglaterra y Francia-, se procedió a regularla intensamente; por ejemplo, las empresas inglesas tenían los dividendos limitados y cualquier excedente debía ser reinvertido en el sistema.

El resultado fue que el sector público asumió la responsabilidad de gestionar y promover el suministro de agua potable en la mayor parte del mundo industrializado [Goubert, JP; 1989]. Esto se concretó también en el reconocimiento de que estos sistemas configuran un monopolio natural en el que no son aplicables las reglas del mercado y al que se le exigían condiciones de acceso universal y salud pública, además de ser un sector que requería fuertes inversiones para la ampliación de las coberturas a zonas de bajo poder adquisitivo donde las tasas de retorno eran muy reducidas.

De esta forma, durante gran parte del siglo XX, los sistemas de abastecimiento de agua de la mayoría de las áreas urbanas de los países industrializados fueron públicos. El agua se consideraba como un bien público y su acceso como una condición previa para la participación política y social y un emblema de ciudadanía; el abastecimiento y saneamiento eran servicios que se gestionaban sin expectativas de beneficio y se realizaban con criterios en los que primaba la capacidad de pago de los usuarios -equidad social-.

Sin embargo hacia finales del siglo XX, el sistema municipal se cuestionó en términos fundamentalmente ideológicos, basados en los planteamientos neoliberales que cobraron especial protagonismo a partir de los años ochenta y que propugnaban políticas que, de hecho, dieron credibilidad a la presencia del sector privado en detrimento del público, que hasta entonces era mayoritario; estas políticas reivindicaban la:

  1. Comercialización, en la medida que las normas y criterios de mercado se introdujeron en la gestión de los sistemas de abastecimiento, en los que la equidad económica -beneficio y voluntad de pago-, sustituyó a la equidad social -capacidad de pago- en las políticas tarifarias.
  2. Privatización, a través de diversas modalidades de participación privada, desde las concesiones hasta los contratos de prestación de servicios y los partenariados público privados.
  3. Liberalización del sector, en lo que atañe a su regulación y la promoción de la competencia.

En este contexto, el acceso al abastecimiento no se legitima ya por la condición de ciudadanos y usuarios de un servicio, sino como clientes que compran el agua como si fuera una mercancía que, conceptualmente, tuvo su sostén en los denominados Principios de Dublín de 1992 establecidos en los prolegómenos de la cumbre de Río, que reivindicaban, junto con temas específicos de desarrollo como la gobernanza y el género, que elagua tiene un valor económico en todos sus diversos usos en competencia a los que se destina y debería reconocérsele como un bien económico [Naciones Unidas; 1992]. Este planteamiento fue muy controvertido desde el momento de su formulación ya que tuvo críticas generalizadas tanto técnicamente, al poner de relieve la imposibilidad de valorar los recursos naturales, como desde consideraciones éticas al reprobar el tratamiento de la naturaleza como una mercancía y rechazar la comercialización de la naturaleza y el medio ambiente [Bakker, K; 2010].

Así, se establecieron dos concepciones completamente diferentes en relación con el abastecimiento y saneamiento; por una parte la que reivindica que el agua es un bien público que debe ser gestionado como un servicio con criterios no lucrativos y, por otra, la que defiende que el agua es un bien económico que debe ser gestionado con criterios mercantiles. Este fué, y sigue siendo, un eje fundamental del debate de la gestión del agua pública versus la privada.

En el siglo XXI, y como consecuencia de un largo proceso reivindicativo de los movimientos sociales, es cuando el derecho humano al agua es reconocido formalmente por Naciones Unidas y se refuerza su concepción de recurso natural limitado y un bien público fundamental para la vida y la salud[Naciones Unidas; 2002]. Según Naciones Unidas, el acceso al agua es un derecho a la prestación de un servicio que debe ajustarse a criterios fundamentales -que incluyen la realización progresiva, la equidad, igualdad y no discriminación-, normativos -que incorporan la disponibilidad de una dotación de agua suficiente con la calidad adecuada, la aceptabilidad, accesibilidad del servicio de forma continua y la asequibilidad económica sin que se comprometan las condiciones de vida de los usuarios-, y comunes con otros derechos humanos, como son la participación, el acceso a la información, la transparencia, la rendición de cuentas y la sostenibilidad. Los criterios normativos establecen unos niveles de calidad del servicio mientras que los comunes establecen los aspectos fundamentales sobre como debe gestionarse.

El debate

A pesar de las iniciativas privatizadoras emprendidas a escala mundial a partir de finales del siglo pasado, lo cierto es que actualmente los servicios de agua son de titularidad y gestión pública en más del 90% de las 400 ciudades con más de un millón de habitantes; en las ciudades menores y en el ámbito rural, el porcentaje es aún más significativo (PSIRU, 2012).

Aunque inicialmente el debate sobre la privatización de los servicios de abastecimiento y saneamiento se sustanció en el carácter del agua –bien público versus bien económico-, lo cierto es que los temas controvertidos han girado en torno a cuestiones que se han repetido sistemáticamente. Básicamente, los partidarios de la privatización arguyen que las empresas privadas tienen un mejor comportamiento, son más eficientes, aseguran una mayor financiación y aportan un mejor nivel de conocimiento y experiencia que la alternativa pública. Estos argumentos forman parte del mantra que han usado a nivel internacional durante las décadas pasadas y que sintetizan en lo que denominan como el fracaso de la gestión pública.

Sin embargo, numerosas experiencias conocidas y evaluadas de la gestión privada contradicen las afirmaciones anteriores; de hecho, el comportamiento del sector privado en la gestión del agua suele ser más conflictivo que el público, cuestión que se pone en evidencia por las sucesivas revisiones de las cláusulas contractuales que, con generalidad, se plantean por diversos motivos ajenos, incluso, al propio servicio, lo que da lugar a manifestaciones de contestación que han llevado a la paralización y rescisión de numerosos contratos [Ducci, J; 2007]. Además, se dispone de evidencia empírica que avala la inexistencia de diferencias significativas en la eficiencia de la gestión pública y privada, ni en su desempeño técnico [PSIRU; 2012], [Bel, G y Warner, M; 2008], [Bel, G, et al; 2010]. En todo caso, sí que se constata que con generalidad los precios correspondientes a la gestión privada son superiores a los de la gestión pública en la medida en que se imputan al aumento de los beneficios [Bel, G; 2012].

Es relevante llamar la atención sobre un argumento favorable a la privatización que se esgrime especialmente en situaciones de crisis, que es el de las necesidades de financiación de las administraciones locales atendiendo a las restricciones presupuestarias; en el caso del agua, las privatizaciones por motivos fundamentalmente financieros suelen acabar mal toda vez que los usuarios están abocados a pagar más en el futuro ya que la acumulación de la deuda lo hace inevitable a largo plazo.

Por su parte, los que se oponen a la privatización argumentan que la gestión pública, cuando se realiza adecuadamente y está bien dotada, es más eficiente, equitativa y responsable social y medioambientalmente, tiene acceso a mejores tipos de financiación y, en consecuencia, con tarifas más bajas. Sostienen que no es ético y es, por tanto, rechazable, tratar al agua como un bien comercial con expectativas de beneficio toda vez que es fundamental para la vida y cuya provisión se le reconoce como un derecho humano.

Lo cierto es que, por lo que se refiere a la calidad del servicio, en los términos de los criterios normativos del derecho humano al agua, los datos empíricos apuntan a que no existen diferencias significativas en la gestión del agua por parte de los sectores público y privado.

Otra cosa es si se tienen en cuenta los criterios comunes del derecho al agua, que concretan los temas que en la actualidad se esgrimen con mayor fuerza por parte de los defensores de la gestión pública; efectivamente, los criterios de participación, acceso a la información, transparencia y rendición de cuentas marcan un eje relevante del debate en la medida en que configuran las bases para la gestión y el control democrático de los sistemas de abastecimiento y saneamiento [PSIRU; 2012], [Castro, E; 2011], [Hall, D y Lobina, E; 2006]. Frente a esto, la gestión privada tiene claras limitaciones –cláusulas de confidencialidad, grandes limitaciones para participar en los órganos directivos de las sociedades, poca transparencia y rendición de cuentas-, mientras que la pública no tiene estas limitaciones.