Son manifiestos los vínculos entre dos elementos territoriales tan omnipresentes y tan estructuradores como el paisaje y el agua. Las herramientas planificadoras de la Unión Europea así lo reconocen, al estimular políticas que integran ambos recursos en una pluralidad de escalas. Tanto el agua como el paisaje son exponentes de lo territorial y modeladores de la convivencia. Su capacidad de tejer redes de significado abre puertas a una cualificación de lo meramente espacial, que pasa a adquirir la plena dimensión de lo territorial. La consideración conjunta de agua y de paisaje no puede hacerse al margen de una disciplina troncal: la ordenación del territorio.

La comprensión del territorio en tanto que paisaje ofrece una vía privilegiada para fomentar la calidad de vida de los ciudadanos. Los valores paisajísticos son un ingrediente fundamental en el bienestar colectivo, y ello ciertamente no se limita a quienes residen en el campo, sino que afecta de lleno a la más abundante población urbana, cuyo asueto y vida laboral dependen de forma creciente de recorridos y estancias en espacios presididos por paisajes que deberían ser de calidad. Es reconocida la capacidad del agua para enriquecer el diseño de jardines y desarrollos urbanísticos. Los jardines entretejen, con complejas tramas, vegetación, vistas y agua. Ejemplos de ello se encuentran a cada paso en la arquitectura hispanomusulmana. También en una de las categorías paisajísticas que, en la escala europea, presenta personalidad propia: la huerta de Murcia y Levante, un paisaje íntimamente amasado con venas de agua, lamentablemente cercano a la extinción.

La presencia del agua introduce en los paisajes un elemento intensificador, que pone foco y centra la composición visual, enlazando cielo y tierra en sus reflejos. Como los pendientes, con el trazo vertical de su plomada, con sus temblores y oscilaciones, realzan la belleza e inmovilidad de las curvas de una oreja, así una laguna subraya mediante su rasa horizontal la expresividad de las líneas del horizonte. El agua es un elemento vivo y ambiguo, siempre cambiante; sus caudales proporcionan un fondo sonoro al escenario; con sus crecidas y estiajes, las masas de agua ocultan y revelan, seductoramente, retazos de territorio. El paisaje de muchas ciudades no puede entenderse al margen de los ríos, que están en el origen de su primera germinación urbana. Potenciar el diálogo entre el patrimonio monumental y las aguas que le ponen bandeja es una necesidad perentoria. Sin embargo, no se debe pensar que la simple adición de agua a un paisaje lo mejora. Esta falacia, aceptada por una parte del público, invita a una supuesta mejora de los paisajes, por ejemplo, mediante la construcción de los abusivamente llamados lagos artificiales (embalses).

El paisaje surge de la conversación y la mirada de la sociedad hacia los productos de la larga historia de interacciones entre naturaleza y humanidad. El agua devuelve esa mirada, introduciendo una actividad refleja que presenta, invertidos, movidos, esbozados, los elementos configuradores del paisaje. Las láminas de agua ponen límites precisos, recortan y espejean. Unamuno declara: «el agua es como la conciencia del paisaje»; en ella se desdoblan y se reconocen árboles y rocas. Fray Luis de Granada despliega una idea similar: «¿qué son los estanques y lagunas de aguas claras, sino unos como ojos de la tierra, o como espejos del cielo?». Asimilar un manantial a un ojo de agua, o comparar la salida de aguas subterráneas a un alumbramiento, no son imágenes gratuitas; como señala Corominas, otras muchas lenguas reiteran el tropo: el árabe ‘ayn es a la vez ‘fuente’ y ‘ojo’.

Por otra parte, el paisaje proporciona un recurso de gran valor en su entronque con la política del agua: su capacidad de armonizar conflictos (delatando anticipadamente tensiones sociales, ofreciendo tareas para la creación de comunidad, proporcionado claves de integración al emigrante) y estructurar identidades, y, por lo tanto, su potencial como factor de convivencia. La fragmentación y degradación de los sistemas fluviales tiene una repercusión directa sobre la calidad de los paisajes, y una lectura atenta de su fisonomía proporciona un avisador precoz de procesos que es preciso controlar.

El agua estructura una extensísima fracción de los paisajes dando cauce a flujos de energía, materia orgánica, minerales e información (germoplasma, semillas) que se vehiculan atravesando extensas escalas de tiempo y espacio. Los patrones y procesos de la mayor parte de los paisajes están regulados por el ciclo del agua. Modestos hilos de agua, como las vueltas de un collar, enhebran parajes lejanos y disyuntos. La organización jerárquica y arborescente que muestran las aguas superficiales; las sorprendentes comuniones sustentadas por las aguas subterráneas: todo ello compone un orden espacial sutil, que no puede ser ignorado en la valoración de los paisajes. Como broche cultural que anuda muchas capas de paisaje, el agua es un fundamento espacial y discursivo, que atañe a disciplinas variadas dentro de las humanidades: lengua, literatura, historia, arqueología, sociología, etnología, arte (Eibl et al., 2008). Los paisajes modelados por el agua son intrínsecamente dinámicos y abiertos, expuestos a la compleja superposición de redes causales multiescalares; su vulnerabilidad ante los intensos impactos de la actividad humana es grande. Es por ello prioritario encontrar inspiración para orientar el futuro de los paisajes del agua, y reforzar sus potenciales aportaciones a la sociedad: (1) calidad de vida para residentes y viajeros; (2) excelencia productiva (denominaciones de origen, imagen de los focos de actividad industrial, turística o comercial) para las iniciativas ligadas a los paisajes.

El Convenio Europeo del Paisaje (CEP), instrumento internacional dedicado a los paisajes europeos, en vigor en España desde 2008, formula así la acción paisajística:

  • Conocimiento de los paisajes (identificación, caracterización y cualificación);
  • Especificación de objetivos de calidad paisajística;
  • Puesta en práctica de estos objetivos mediante la protección, gestión y ordenación del paisaje en el tiempo;
  • Seguimiento de transformaciones, evaluación de los efectos de las políticas, posible redefinición de opciones.

La indagación, concreción y subsiguiente gestión del llamado carácter paisajístico se afirma como componente fundamental en las políticas del paisaje (Fairclough, Särlov Herlin y Swanwick, 2018). Indudablemente, el agua, ingrediente destacado de muchos ámbitos, es decisivo en la configuración del carácter. Por su parte, la Directiva Marco del Agua (DMA), transpuesta al marco jurídico español en 2003, si bien no incluye el término paisaje ni otras nociones culturales (patrimonio, historia), enfoca sus objetivos hacia la calidad de los ecosistemas. El concepto avalado por la DMA, estado, engloba lo biológico, lo químico y lo morfológico. Aunque las dos primeras nociones son sin duda relevantes, la referencia más fácilmente traducible en términos paisajísticos es la morfología.

El anexo V establece los principales indicadores hidromorfológicos que afectan a los indicadores biológicos en las masas de agua:

 

Régimen hidrológico / Continuidad

Condiciones morfológicas

Régimen de mareas

Ríos

(V.1.1.1)

Caudales e hidrodinámica del flujo de las aguas

Conexión con masas de agua subterránea

Continuidad de los ríos

Variación de la profundidad y anchura del río

Estructura y sustrato del lecho del río

Estructura de la zona ribereña

 

Lagos

(V.1.1.2)

Volúmenes e hidrodinámica del lago

Tiempo de permanencia

Conexión con aguas subterráneas

Variación de la profundidad del lago

Cantidad, estructura y sustrato del lecho del lago

Estructura de la zona ribereña

 

Aguas de transición

(V.1.1.3)

Variación de la profundidad

Cantidad, estructura y sustrato del lecho

Estructura de la zona de oscilación de la marea

 

Flujo de agua dulce

Exposición al oleaje

Aguas costeras

(V.1.1.4)

Variación de la profundidad

Estructura y sustrato del lecho costero

Estructura de la zona ribereña inter-mareal

 

Dirección de las corrientes dominantes

Exposición al oleaje

Fuente: DMA, elaboración propia.

La zonificación espacial inherente a la DMA acude a una jerarquía cuyo elemento más perentorio es la demarcación hidrográfica, ámbito principal para los compromisos adquiridos por los estados. En escalas más finas, cada cuenca incluye masas de agua, tanto superficial como subterránea, que pueden solaparse con diferentes regiones ecológicas y zonas protegidas. Ello implica una cobertura del territorio diferenciada, con acentos situados, como es previsible, sobre los espacios marcados por la presencia del agua. De ahí que tal zonificación sólo en parte puede hacerse coincidir con la procedente de iniciativas alentadas al calor del Convenio Europeo del Paisaje. En efecto, las zonificaciones del CEP, en virtud de la noción central de que todo el territorio es paisaje, recubren con sus teselas la totalidad del espacio geográfico. En todo caso, la visión integradora aportada por la DMA enriquece cualquier zonificación paisajística, puesto que trae a la superficie los impactos lejanos que viajan por el ciclo hidrológico: usos del suelo, fragmentación, alteraciones hidrológicas. A la inversa, la consideración del encuadre paisajístico aporta a la DMA elementos de consenso ligados a la percepción y al disfrute de los espacios.

Tanto en la DMA como en el CEP, para alcanzar los objetivos fijados es preciso movilizar una densa trama de interacción, que incluye a agentes sociales, administraciones, e intereses anclados y móviles en el territorio. La conciliación entre las estructuras de participación inherentes a ambos procesos es factible, ya que en gran medida vienen a coincidir.

El agua es pues un elemento de conexión que vertebra muchos paisajes. Como aglutinante territorial, congrega y orquesta elementos paisajísticos de honda significación, proporcionando pautas para la disposición en el espacio del poblamiento (ciudades al borde de ríos), la agricultura (vegas y sotos), las vías de comunicación (ejes de tránsito adaptados a cursos fluviales) y otros muchos.

Aun siendo el agua una figura conectora y mediadora paisajística, es necesario atender con especificidad de método distintos tipos de paisaje hídrico. Los embalses plantean situaciones especiales. Las enormes masas de agua continental producidas dan lugar a fuertes disrupciones territoriales: se interrumpen caminos y accesos (piezas imprescindibles para el disfrute paisajístico); se sumergen elementos patrimoniales; se crea una monótona extensión sin acentos ni matices. Por otro lado, es imposible asegurar la revegetación de los bordes, debido a las fluctuaciones de nivel, con lo cual se generan orlas áridas de erosión, que enmarcan la lámina de agua. Este elemento es de difícil metabolización. Pero especialmente en el caso de embalses de menor capacidad, o cuya explotación está sometida a menores imperativos funcionales, es posible avanzar hacia una buena gestión paisajística, suavizando las subidas y bajadas de nivel, recreando galerías arbóreas en colas, islas y orillas propicias, así como buscando la mejor integración de los elementos e infraestructuras accesorias.

Los paisajes fluviales han sufrido intensas presiones por la ocupación de sus llanuras de inundación, tanto por cultivos agresivos y monoespecíficos, como por una urbanización poco controlada, que degrada el entorno y que, al aumentar la rugosidad del vaso de avenidas, incrementa los riesgos. En general, cabe incrementar el rigor y la vigilancia territorial, intentando localmente revertir algunos procesos de desorden y arrasamiento. Los bordes de río, especialmente en paisajes sensibles y patrimoniales, ofrecen oportunidades para la reordenación y limpieza; en numerosos tramos, es preciso desmontar encauzamientos duros y rediseñar con nuevos criterios la ribera. También merecen atención las nuevas masas de agua dispersas que, en la función de balsas de riego, van proliferando en olivares y explotaciones ganaderas. Son elementos de marcada artificialidad, pero nada impide devolverles calidad paisajística cuidando su inserción local.

Como principio general, sea cual sea la intensidad del conflicto inicialmente originado por una infraestructura hídrica, siempre cabe repensar el proyecto, introduciendo elementos mitigadores de los principales impactos, y propiciando proyectos de conciliación para coser las heridas paisajísticas y territoriales producidas por la obra.

Casi todos los aspectos que aseguran la calidad ambiental y la integridad de las masas de agua tienen traducción en términos de paisaje. La degradación, el conflicto y el uso abusivo de los recursos hídricos imprimen inmediatas huellas en este semblante general que conocemos como paisaje. De ahí que el discurso paisajístico sirva como reservorio de percepciones y fina maquinaria para la alerta temprana.

Son muy íntimas también las conexiones entre las política del territorio y del paisaje. Las transgresiones y conflictos en cada uno de dichos campos tienen repercusiones inmediatas en el otro. Son innumerables los ejemplos en los paisajes del agua. Una concentración parcelaria mal diseñada ha borrado miles de lagunas endorreicas en la Meseta. El desgobierno territorial hace proliferar edificaciones e infraestructuras en llanuras de inundación. Sus beneficiarios tienden a ser decididos partidarios de artificializar el régimen hidrológico, para salvaguardar una inversión particular o colectiva realizada bajo las premisas de una ordenación del territorio poco previsora y coercitiva. Tales intereses alimentan grupos de presión, que abanderan la hidráulica tradicional, de embalses y encauzamientos. Generalmente suelen ser valedores de medidas duras: reducción de los caudales ecológicos, multiplicación de presas para laminar avenidas, eliminación de sotos fluviales (supuestamente para favorecer el desagüe).

A la inversa, los particulares y administraciones que facilitan la edificación en llanuras de inundación incrementan el riesgo hídrico colectivo al obstaculizar el libre pulso de las avenidas. La repercusión de las obras resultantes, a menudo fuera de ordenación, no es sólo contaminar visualmente áreas de gran interés, sino promover el desapego hacia los valores del entorno fluvial, interpretando sus irregularidades de caudal como un intolerable desarreglo que ha de ser corregido.

La obra pública debe superar la tosca instalación de cierta hidráulica tradicional. En caso de ser imprescindibles, embalses y encauzamientos pueden diseñarse con sensibilidad ambiental, paisajística y social. Para ello existe un corpus creciente de consejos y directrices. Materiales bio-compatibles, ubicación y escalas adecuadas al contexto y la función perseguida, abandono del gigantismo como valor en sí, optimización del diseño: son vías para insertar armoniosamente la obra hidráulica en su entorno. Por otra parte, en lo tocante a embalses y encauzamientos ya construidos, es posible concebir medidas de integración: revegetación local, tratamiento de los materiales, gestión de caudales no agresiva, evitación de las cadenas de deterioro ambiental.